Cerca de 1847
Estando en los inicios del desembarco de los yanquis en Veracruz y al recibir los primeros informes de Gómez Farías, me propuse cortar cabezas y ahogar en sangre la rebelión de la capital. Exacerbaron mi odio a los insurrectos los horrores que presencié en la retirada de La Angostura, donde la disentería causó estragos en nuestras filas, porque muchos soldados desfallecientes de sed bebieron agua en estanques de agua negra. En algún momento los muertos llegaron a bloquear el camino y las bestias de carga tuvieron que pasarles encima, pues faltaron brazos para quitarlos de enmedio. Por un lado las mujeres sollozaban sobre los cuerpos inertes de los deudos, por el otro asistían a los enfermos que pelaban los dientes los dientes con la piel pegada a los huesos. En pesadillas, la sonrisa macabra de los moribundos me hacía despertar bañado en sudor con un fuerte sentimiento de culpa. Las enfermedades redujeron a la mitad la tropa que había llevado al combate y cuando entré a San Luis, mi ejército inspiraba lástima. Una completa derrota en el campo de La Angostura hubiese tenido resultados menos funestos.
Llegado a Querétaro salió a mi encuentro el general Salas y la conferencia que sostuve con ellos aplacó mi furor. Asentó -Los decretos de Gómez Farías han colmado de indigación del pueblo católico. Estamos dispuestos a deponer las armas si usted lo sustituye y nos promete derogar todas las leyes promulgadas en su gobierno.
Sentaría un mal presedente dejar sin castigo a los sublevados, pero Salas me hizo ver claro que la única manera de recomponer la unidad nacional era sacrificar a Gómez Farías. De otro modo tendría que luchar contra el ejército invasor en medio de una guerra doméstica, sin el respaldo de la Iglesia y los grandes capitalistas.
En buena medida Gómez Farías era responsable del alzamiento, por hablar al pueblo de sus derechos contra los ricos y los frailes cuando más importaba mantener la concordia civil.
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